dimecres, 18 de gener del 2012

Ocaña.1973-1983

Ocaña.1973-1983. Editado por Pedro G. Romero con ensayos de Beatriz Preciado y Alberto Cardín
Durante décadas, José Luis Pérez Ocaña ha sido una figura totalmente ignorada por la historiografía del arte español. Más presente en periódicos de la época que en las galerías y en las revistas de arte, cabría preguntarse si recuperar a Ocaña hoy como artista queerno es sino deshistorizarlo,imponiendo genealogías y nociones que, más que revelar, ocultan los contextos de producción discursiva, artística y política del posfranquismo, pero también de la contracultura.Cuando Andy Warhol es encumbrado por el Museum of Modern Art, dos años después de su muerte, en 1989, como uno de los artistas más emblemáticos del arte norteamericano, Douglas Crimp se pregunta, forzando a la historiografía del arte a mirar de frente a los estudios culturales y queer, «¿cuál es el Warhol que merecemos?». Hoy podemos preguntarnos: ¿cuál es el Ocaña que merecemos? Esta monografía es el primer trabajo sistemático dedicado a Ocaña y, como apunta Pedro G. Romero, responsable de la edición, un intento por «resituar algunos comportamientos que se han escapado con demasiada frecuencia al ámbito artístico para aparecer como meros hechos socioculturales».



Ocaña llega a Barcelona en 1973 y muere en 1983 poco después de un accidente durante el que se incendia su disfraz de sol al desfilar en las fiestas de su pueblo. Son los años de la Transición democrática y el protagonismo de su vida pública, las apariciones repentinas en acontecimientos musicales y políticos, y el destacado papel de su cuerpo durante las manifestaciones del colectivo gay le otorgan un extraño lugar entre las prácticas de la performance y la acción. De hecho, nunca fue plenamente reconocido como actor o pintor. La mayoría ignoró que él ya se refería a su propia vida como un trabajo, como si esa definición no fuera suficiente.

¿Arde Ocaña?
Lo que Hitler quería hacerle a París y lo que muchas cabezas bien pensantes querrían hacer a todas las cabras locas que salen por la televisión. Esmeralda, Pawlovsky, Nazario, Paco España, le ha hecho el destino a la pobre de Ocaña. Cuando la Asunción Gloriosa sube cada año al barandal del cielo de Cantillana, entre tules y gasas y plumas de ángeles malos, Ocaña viene fiel a la cita de su pueblo. Es un retrato intermitente de encuentro con su pasado de este surrealista personaje de sí mismo, que pinta "naif", que hace cine pobre, pero que sobre todo representa a cada instante la vieja canción de García Lorca, los mariquitas del Sur siguen cantando por las azoteas de Cataluña.

Ocaña es asuncionista. Y cada año viene a su pueblo. Y esta vez salió en una cabalgata, vestido de hada. Hay que imaginar el esplendor efímero de Ocaña representando su papel de ángel rebelde, de ángel caído. Dicen que llega cada año a Cantillana desde Barcelona. Hay que dudarlo. Quizá Ocaña llegue cada verano a Cantillana escapado de las escalinatas de mármol del monumento a Bécquer. Puede perfectamente ser un ángel de bronce que una vez al año, por agosto, saca las plumas de su carcaj de Cupido del amor imposible, se transforma en un espectáculo perfectamente surrealista. Perfectamente surrealista ha sido su accidente. Que iba ella, tan orgullosa, tan potente, vestida de hada o de ángel malo, con una antorcha en la mano, y se le prendió el vestido.

–Ay, hijo, pues la maricona acabaría como el final de "Rebeca"...

Esto es lo trágico. Que el accidente de Ocaña puede mover a risa. Pero al cronista lo mueve a ternura. O a tristeza. En el fondo, hay una Andalucía que quiere meterle fuego a sus más brillantes cabras locas. Hasta a la Esmeralda, cuando le hacían el breve esta-es-su-vida, el distinto reina-por-un-día del Telesur, se lo preguntaron, todos en el fondo quisiéramos meterle fuego a un maricón salvaje:

–Esmeralda, ¿a ti te gustaría que te incineraran cuando te mueras?
–Ay, hijo, ¿tú te has creído que yo soy una Falla de Valencia?

Los ángeles buenos y bien pensantes de Cantillana se creyeron que Ocaña, pobre ángel rebelde, era una Falla de Valencia. Y no le arrimaron a sus galas nocturnas una antorcha, como dice la crónica de sucesos. Probablemente fue la espada de fuego que arrojó a Adán y Eva del Paraíso la que prendió los tules locos de Ocaña. Siempre somos crueles con ellos. Siempre los queremos arrojar con una espada de fuego del paraíso del Sur donde brillan con su inteligencia, con sus comparaciones magníficas. A estos ángeles malos del Sur, quemarlos, y, a ser posible, como le ha pasado a la pobre Ocaña, que las llamas les lleguen a do más pecado habían.

De modo que a estas alturas no estoy muy seguro de cómo ha ardido Ocaña, a lo bonzo, uy, no, a lo bonzo, no, hijo, como una Falla de Valencia, la pobre Ocaña... ¿Podemos estar seguros de que no siguen montadas para ellos las piras de la Inquisición? ¿No ha sido, acaso, la Santa Inquisición de las lenguas de doble filo la que ha metido fuego al brillante ángel malo de Cantillana, que aquí reposa el vuelo cada agosto, cuando la Asunción Gloriosa sube al barandal del cielo?
Antonio Burgos

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